domingo, 28 de julio de 2013

Pesadilla en el teatro romano

Pedro de Tena, genial a veces.



El Julio César emeritense
La obra era Julio César, de Shakespeare, pero entre aquellas piedras legendarias de Emerita Augusta apenas se reconocía ni a Roma ni al héroe por asesinar. Ataviados de mafiosos togados de barrio, sin un romano de uniforme a la vista y dando carreras por el escenario como galgos achispados, un tono monocorde se fue apropiando del ambiente hasta el punto que me sentí asediado por el sueño de esa noche de verano. Tras la advertencia de los idus de marzo, un montaje sin luces, sin música, sin escenario salvo un obelisco desmontable, fue gravitando sobre mis ojos debilitados por la dimensión del desperdicio. Con poco gas, tristón y sin mancheta destacable, la acción iba transcurriendo sin emoción ni grandeza hasta que Hipnos me invadió con persistencia.

Sobresaltado vi cómo el Cesarión Griñán era acosado por el astuto Casio Rubalcaba que destilaba palabras venenosas en el oído de Gasca Zarrías. De un salto, el elástico instigador de asesinos disfrazados de héroes, armaba la mano de Marcia Alaya Bruta con un sumario afilado como una daga egipcia. En esto que Metelo Zoido –no Veleyo Patérculo de Cádiz, intruso de otro sueño–, pedía no sé qué favor al incauto César mientras Treponio Chaves alejaba a Susana Marco Antonia a la puerta de San Telmo. No sé si fue el primero, pero Cesarión Griñán cayó abatido por tanto acero conspirado. Cuando Alaya Bruta le hundió el tomo XXXVI en los ijares, Cesarión la miró y dijo ensangrentado: "¿Tú también Bruta Alaya? Entonces, Griñán muere". Di un respingo, pero como en el teatro romano seguía el hastío interpretando su papel, me amodorré de nuevo sobre el dolor de la piedra de Mérida que se clavaba en mi trasero.

Arenas Cina gritaba "Libertad" mientras Susana Marco Antonia, portando el testamento de Cesarión Griñán, se reía de la Bruta Alaya que, bajo el pretexto de hacer justicia, se había cargado al mejor de los mafiosos del régimen republicano. Y fue y le dijo: "Cesarión mantuvo en la dependencia a millones de parados de la Bética, pero la Bruta Alaya dice que era corrupto, y claro, Alaya Bruta es una mujer honrada". Mientras Griñán se removía en la pira, Susana Marco Antonia se sacó el testamento de la túnica y leyó: "Pues que sepáis que la sucesora de Cesarión soy yo". A Casio Rubalcaba le dio un patatús, Griñán empezó a arder y los demás salieron corriendo, sobre todo la Bruta Alaya. Tan horrorosa fue la pesadilla y tan poco fiel a la historia, que me desperté del todo. O eso creí porque luego oí que la Susana Antonia decía que la Bruta Alaya era la más noble de las béticas y que sólo ella estaba guiada por la generosidad y el bien público. "Pedazo de jueza", sentenció. Era demasiado. Me espabilé totalmente.

En el escenario trajes negros con gafas de sol seguían dando carreras de un lado para otro. La noche de Mérida era maravillosa y yo sabía que, en cuanto terminara aquel suplicio, una buena cerveza migada con bacalao dourado de la Lusitania, disolvería mis penas y me devolvería el juicio. Y así fue, por los dioses.